Todo cambio educativo debe darse en el claustro, antes o al mismo tiempo que en las aulas. Si alguien me hubiera dicho esto no hace mucho tiempo, seguramente me hubiera opuesto firmemente: ¿Cómo que en el claustro? Todo debe comenzar y culminar en la clase; lo importante ocurre dentro del aula, en la relación con los alumnos.
No es que ahora afirme lo contrario. Pero es que me doy cuenta cada vez más de la importancia que tiene, no tanto el claustro en tanto que instancia institucional o administrativa, sino más bien como representación colectiva de un conjunto de interrelaciones personales.
Aunque resulte una obviedad, hasta ahora no me había puesto a pensar detenidamente en la importancia que puede tener para el cambio educativo la visión del conjunto de profesores como una red dinámica, cuyos participantes son inter-dependientes; como un entramado de poderes, de competencias, de afectos y “toxicidades”, de condiciones de posibilidad o de obstáculos.
No solemos ser conscientes de todo esto. Pero suele ser tan fuerte su incidencia y tan compleja su gestión, que habitualmente ante el riesgo continuo de conflicto se suele preferir el aislamiento profesional, la reducción de las interrelaciones a su dimensión administrativa (y si no, obsérvese el contenido de las sesiones de evaluación, aquellas en las que se decide el suspenso o aprobado de los alumnos, en las que se proponen estrategias para resolver dificultades disciplinarias o de control: gestión administrativa de la educación, pura y dura). Todo justificado en una mal entendida “libertad de cátedra”, o en el respeto por la supuesta profesionalidad de los compañeros de profesión.
De la misma forma que en los alumnos la riqueza de muchos aprendizajes suele darse en los intersticios de su vida escolar, y sin ser muy conscientes de ello (el patio, la salida, las excursiones, las horas de estudio cuando no se estudia, cuando falta el profesor), también entre los profes la investigación, la reflexión crítica, el intercambio compartido, el compromiso afectivo y la implicación personal suelen darse en nuestros propios intersticios: la cafetería, la sala de profesores, los minutos entre clase y clase, rara vez en las sesiones de evaluación, casi nunca en las reuniones de equipos docentes o en los claustros.
Sé que no siempre es así. Sin embargo, también creo que la frecuencia con la que esta realidad se manifiesta puede ser el punto débil de muchos procesos de transformación en las instituciones educativas. Los cursillos de formación pueden darnos recursos didácticos, competencias tecnológicas, nuevos conocimientos de nuestras respectivas especialidades, es decir, hacernos más expertos. Sólo desarrollamos una suerte de techne pedagógica, muy alejada de lo que podríamos denominar una phronesis docente. Aprendemos cómo hacer mejor las cosas, no cómo hacerlas bien.
Considero muy difícil promover en clase una educación expandida, hacer de las paredes del aula muros porosos, establecer entre los alumnos dinámicas cooperativas, evaluar procesos más que resultados, si todo ello, de alguna forma no se refleja también en la relación interpersonal que pueda darse entre los profes de las escuelas o los institutos. Esto implica una profunda transformación de nuestra cultura corporativa.
Parece claro que la construcción de la llamada Escuela 2.0 no implica necesariamente innovación educativa ni transformación cualitativa de nuestras prácticas. La hipótesis ahora propuesta es que la condición para que ello ocurra no está sólo en el despliegue de recursos tecnológicos o en la formación técnica o pedagógica de los docentes sino, y sobre todo, en algo tan sencillo y claro como la transformación de las relaciones de trabajo (y por tanto humanas) entre los y las componentes del claustro.
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